Ángel de la Guarda

Este libro presenta una recopilación de cuentos que se mueven en los márgenes de lo visible, en espacios donde el tiempo parece fluir de manera distinta y la realidad se presenta con una sutil distorsión. Con un tono melancólico y contemplativo, a veces divertido, las historias exploran temas como la memoria, la identidad, la soledad y la extrañeza, a menudo a través de símbolos cargados de significado y escenarios impregnados de silencio. La naturaleza cobra una presencia casi espiritual, mientras que lo misterioso se insinúa más que se muestra, dejando al lector en un estado de suave inquietud. Cada relato funciona como un umbral: una puerta entre lo cotidiano y lo inexplicable, entre lo que se dice y lo que se intuye. Lejos de ofrecer respuestas cerradas, estos cuentos invitan a una lectura lenta, reflexiva, donde lo esencial habita en lo no dicho.

Sinopsis capítulos

La llegada

Una mañana cualquiera se convierte en el umbral de una nueva vida. En el trayecto hacia el hospital, entre la urgencia y la ternura, Cristina y Alberto atraviesan uno de los momentos más intensos y frágiles que puede ofrecer la existencia. Mientras todo parece ocurrir a simple vista, hay presencias que acompañan en silencio, sin ser vistas, pero dejando huella. Un relato sobre el amor, la espera y los hilos invisibles que protegen lo verdaderamente importante.

Ángel de mi Guarda

Una tranquila noche otoñal, Javier y Ana disfrutan de una cena familiar con sus niños en su casa de campo. Sin embargo, una circunstancia desencadena una serie de eventos inesperados que los pone al borde de la tragedia.

La decisión

Bárbara y Malena viajan por una carretera solitaria hacia sus ansiadas vacaciones, pero surge un imprevisto. Un encuentro oportuno con un motorista en la soledad de lo ocurrido sugiere que, aunque ellas crean ser dueñas de su destino, algo invisible podría estar observando, guiando sus pasos de una forma que no logran comprender del todo. Mientras avanzan los hechos, se hace patente que, tal vez, no todo lo que ocurre está completamente bajo su control.

Maltrato

Una mujer prepara la comida en la tranquilidad de su cocina, mientras su marido llega a casa reclamando la comida en la mesa. Un incidente inesperado altera la calma, y pronto la situación se vuelve incontrolable. La tensión crece rápidamente, los gritos se elevan, y el ambiente se hace irrespirable. Un giro en los acontecimientos determinará el destino de cada uno de ellos, y aunque no perciban presencia alguna, algo vela en silencio desde los rincones de aquella casa.

La vuelta

Gisela se encuentra perdida en una playa extraña, sin recuerdos de cómo llegó allí. Un misterioso ser aparece a su lado, hablándole con calma mientras la rodea una atmósfera inquietante. A medida que el entorno se vuelve más surrealista, lucha con su confusión y el desconcierto de no saber qué está sucediendo. Sin saber si confiar en aquella aparición o en sus propios instintos, se enfrenta a una elección que podría cambiarlo todo.

La cita

En una cafetería cualquiera, Patricia y Andrés se encuentran en una cita a ciegas. A medida que pasa el tiempo, entre miradas, silencios y una charla informal, surge una conexión teñida por la sensación de que sus destinos pueden estar escritos, y de que no todo lo que ocurre en la vida es fortuito. A veces, basta con sentarse en la mesa correcta, en el momento adecuado, para que algo empiece.

Buenos deseos

Durante su primer turno en la Academia Estrella Azul, François Lacroix, el nuevo guarda nocturno, recorre los pasillos del edificio con la inquietud de lo desconocido. Mientras la noche avanza, extraños murmullos corales y una atmósfera envolvente lo conducen hasta el estudio de danza, donde una fuerza invisible lo sumerge en un profundo sueño. Al despertar, sin recordar nada de lo sucedido, una inusitada sensación de paz lo invade. ¿Fue solo un sueño... o algo más velado y prodigioso se manifiesta entre las paredes de la Academia?

El reloj de la mesita de noche marcaba las seis y cincuenta y nueve. Alberto dormía a pierna suelta, con la boca semiabierta, emitiendo un plácido susurro cada vez que respiraba. A su lado, Cristina había cambiado de lado por quinta vez en la última hora. La almohada entre sus piernas ya no era suficiente para calmar la presión en la cadera. Era como si en su interior el bebé participara en un concurso de break dance. Entre respiraciones profundas y una mano en la panza, intentaba dormitar unos minutos más. Pero el tiempo seguía su curso y el sonido del despertador resonó en la estancia con los dígitos del reloj marcando las siete en punto.

Cristina resopló quejumbrosa.

—Alberto, anda, despierta y apaga esa tortura de sonido —ordenó desesperada, mientras se tapaba los oídos con la almohada de su cabeza.

Alberto se ladeó y extendió el brazo tanteando el aire hasta dar con el despertador, consiguiéndolo apagar tras el tercer intento. Se sentó poniendo los pies en el suelo, chasqueó la lengua, se humedeció los labios y se pasó la mano por la nuca dándose un breve masaje. Después dio media vuelta y se acercó a Cristina que aún tenía la almohada sobre su cara.

—Buenos días… —la saludó cariñosamente, mientras intentaba levantar la almohada y darle un beso.

Ahí estaba ella, con el rostro adormilado y una ceja en alto, como si el mundo ya le debiera explicaciones.

Alberto consiguió darle el beso matutino en algún punto aleatorio de su rostro medio tapado y se levantó en dirección al baño.

Cristina se ladeó hacia la izquierda, su postura favorita, la que más le aliviaba la presión desde que su barriga comenzó a expandirse exponencialmente.

Toda ella estaba rodeada de almohadas extras, como si se estuviera cobijando del mundo exterior en una trinchera blanca.

El murmullo de la ducha se oía tenue por toda la habitación.

De repente, sus ojos se abrieron de par en par y como pudo se levantó de la cama dirigiéndose rápidamente hacia el baño. Abrió la puerta y se dejó caer en el inodoro. Alberto abrió la mampara y le lanzó una sonrisa.

—¿Cómo estás?

Cristina lo miró por un segundo, desviando después la mirada hacia un punto indeterminado, frunciendo apenas medio labio hacia arriba.

—De puta madre —contestó irónicamente—, ¿o es que no te has dado cuenta?

Alberto notaba que, aunque ella lo disimulaba bastante bien, Cristina estaba llegando al límite de su resistencia. Ya estaba pasada de fecha y en cualquier momento todo podía estallar.

—Además, sigo teniendo las malditas contracciones esas que aparecen de vez en cuando por la noche.

Alberto se agachó y la miró acariciándole las mejillas con suavidad. En ese momento sintió un calor leve que subía desde el estómago hasta la cabeza. No sabía cómo, pero una sensación de alerta le decía que hoy podía ser el día.

—Hoy me quedo contigo —le dijo totalmente convencido.

—Hoy tenías la reunión trimestral… tienes que ir al curro —replicó ella aparentando minimizar su estado en esos momentos.

Alberto negó con la cabeza, movido por aquel aviso interno.

—Me quedo, Cristina. Y no se hable más.

Pasaron unas horas. Cristina, sentada en el sofá del comedor, intentaba leer un libro mientras cambiaba de posición cada cinco minutos. Alberto ponía la lavadora, tratando de descifrar qué programa usar para lavar la ropa correctamente. Sin duda, su querida mujercita podría sacarle de esa disyuntiva, pero prefirió no molestarla, no fuera a recibir el impacto de uno de los incontables cojines con los que Cristina tenía estratégicamente acomodados.

Todo parecía estar en calma, pero de pronto Cristina notó una sensación extraña. Dejó el libro y miró hacia abajo.

—Oh, vaya… —susurró atónita.

Una mancha se extendía bajo ella. Se puso de pie, un poco temblorosa. Con voz nerviosa, llamó a su marido.

—Alberto…

Hubo un silencio por respuesta. El tono no había surtido efecto. Bien, pensó, vamos con el segundo nivel.

—¡Albeeertooo!

En seguida apareció por la puerta del pasillo.

—Dime cariño…

Pero su boca ya no emitió más palabras. La mandíbula se le abrió, bajando su labio inferior hasta el límite.

—¿Qué está pasando? —fue lo único que le salió al notar la gran mancha húmeda que se extendía bajo el camisón.

—¿¡Cómo que qué está pasando!? —respondió ella, poniendo un brazo en jarra, mientras con la otra mano apuntaba al charco como diciendo “¿en serio me lo preguntas?”

Alberto se fue corriendo hacia ella con los brazos extendidos como si quisiera abrazarla.

—¡Ya, ya, ya, ya, ya! —no paraba de decir yendo de un lado a otro como un pato sin cabeza.

—¡A ver! —dijo Cristina elevando autoridad en aquella situación—. ¡Te calmas, Alberto, por favor!

Aquellas palabras que resonaron por todo el comedor cortaron de golpe su estado nervioso, pareciendo que el raciocinio le volvía a su agitada mente.

—Vale, vale —reaccionó con calma —¿Qué hacemos? ¿Llamamos al 112?

—A ver… —dijo Cristina, sopesando la situación—. Durante esta mañana he tenido alguna contracción, pero el tiempo que ha pasado entre ellas ha sido muy espaciado.

Se quedó pensativa unos segundos, mordiéndose el labio inferior. Luego alzó la vista hacia Alberto, que seguía con los brazos en una extraña posición, como si no supiera si debía abrazarla o lanzarse a por el móvil.

—Pero ahora esto... esto ya es otra cosa —añadió, señalando el charco—. Hemos roto aguas, cielo.

Alberto tragó saliva, asintiendo como si le hubieran confirmado un diagnóstico grave.

—Vale. Entonces… ¿nos vamos al hospital? ¿Cojo las bolsas? ¿Las llaves? ¿Dónde están las llaves?

—En el mueble de la entrada, como siempre —respondió ella, encogiéndose ligeramente por una nueva punzada de dolor—. Y sí, ve bajando las bolsas. Yo voy al baño, que me siento… rara.

Alberto desapareció hacia el pasillo, murmurando cosas para sí mismo. Cristina, en cambio, respiró hondo y colocó una mano sobre su vientre.

—Tranquilo, pequeñajo. Ya casi nos vemos.

En aquella hora de la mañana, la ciudad palpitaba con los movimientos típicos de un día normal y corriente: furgonetas cargando y descargando frente a los comercios, vehículos circulando a merced de los semáforos, peatones que iban de aquí para allá con libre albedrío, ambulancias serpenteando con sus luces parpadeando por entre las filas de los coches, agentes poniendo multas…

En medio de todo aquello, Alberto repicaba con los dedos el volante de su coche cada vez que tenía que detenerse en algún paso de peatones o semáforo en rojo.

Ajena a todo ese ajetreo, Cristina apretaba la mano de Alberto, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese gesto. Resoplaba al notar como las contracciones aparecían de vez en cuando, cada vez más intensas.

Alberto la miraba de reojo.

—Ya casi estamos —dijo, intentando animar a su mujer.

—Uf… esta vez me ha dolido más —respondió ella con esfuerzo.

Por fin llegaron al hospital, estacionando frente a las puertas giratorias. Rápidamente Alberto entró en el edificio y a los pocos segundos salió un celador portando una silla de ruedas. Cristina se sentó en ella y Alberto la cogió de la mano acompañándola para entrar.

—Alberto…el coche… ¿tendrás que aparcarlo…?

—Jopé… ¡Es verdad!

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¡Muchas gracias!

Un avance del libro

LA LLEGADA